

Oye, Gracias y bueno, Adiós
Después de la despedida, los días se volvieron un proceso lento de reconstrucción, como recoger los pedazos de un espejo roto que aún reflejaba lo que alguna vez fue. Cada mañana era una batalla entre el deseo de mirar hacia atrás y la necesidad de seguir adelante. Las noches eran el escenario donde los recuerdos jugaban a regresar, haciéndole dudar si el amor se había ido por completo o si simplemente había cambiado de forma.
Al principio, parecía imposible imaginar un futuro sin esa presencia, sin las risas compartidas, las conversaciones interminables y las promesas que una vez parecían inquebrantables. Pero, con el tiempo, algo dentro de él empezó a cambiar. Ya no buscaba respuestas, ni intentaba comprender lo que había salido mal. En lugar de eso, empezó a aceptar que algunas historias simplemente no están destinadas a durar para siempre.
«Porque al final del cuento
Sé muy dentro que yo
Sin ti estoy mejor
Te fuiste con el viento
En un momento y no
Llevaste este amor
Porque eres tú
Nunca fui yo quien nos dejó».
Esa canción resonaba en su mente como un mantra. Se repetía, como para convencerse de que la verdad estaba ahí: no fue él quien se marchó, no fue él quien renunció. Era ella, llevada por un viento que no pudo detener, guiada por sus propios deseos y decisiones. Y aunque el dolor de la partida seguía presente, había una paz en saber que hizo todo lo que pudo.
Poco a poco, las heridas empezaron a sanar. No porque el amor se hubiera esfumado, sino porque entendió que, a veces, ese amor debe transformarse en la tranquilidad y la paz que una vez representó. Se permitió llorar, gritar, y también reír de nuevo. Y así, entre las sombras de los recuerdos, empezó a ver la luz que siempre había estado en su interior, esperando a ser redescubierta.
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