

Recuerdos de un Amor que Fue Todo
En medio de los vaivenes de la vida, a veces recordamos personas que hace mucho no vemos, pero que estuvieron presentes en alguna faceta importante de nuestra vida. Hoy, me vino a la mente una chica, Elena, y su amor de aquel entonces, José. Mis compañeros de grado once. Siempre juntos, tomados de la mano, eran inspiradores, al tiempo que inseparables. Entraban y salían al mismo tiempo, y nosotros, sus amigos, les llamábamos “los inseparables”, en broma, inspirados por una película popular de aquella época. Comenzaron su noviazgo un año antes, y su relación tenía todas las características de esos primeros amores de juventud: inocentes, apasionados y llenos de promesas. Esos amores en los que crees que el mundo se reduce a esa persona, donde cualquier cosa parece posible mientras estén juntos.
El primer amor tiene algo especial, algo indescriptible. Es un sentimiento que te llena de mariposas el estómago, que hace que el corazón lata más fuerte, que cada encuentro parezca mágico y único. Ese amor llega sin avisar y te envuelve de tal manera que el mundo entero parece detenerse. Todo gira en torno a esa persona, y el futuro se ve brillante y lleno de posibilidades. Es la pureza de lo desconocido, de ese primer gran salto al vacío emocional. Ese amor con frecuencia termina, dejando las primeras lagrimas en el corazón. Con el tiempo y con fortuna, la vida nos regala la oportunidad de sentir ese amor más de una vez, quizás con otras personas. Y aunque no sea igual, muchas veces vuelve a recordarnos aquel primer momento de enamoramiento. Volver a experimentar algo así es como una segunda oportunidad de vivir ese cosquilleo en el alma, de sentir que el amor puede ser tan grande y tan sencillo al mismo tiempo.
No todos los amores permanecen. Muchos se apagan con el tiempo, se diluyen entre las responsabilidades, los errores o las circunstancias. A veces esos amores duelen, dejan cicatrices que tardan en sanar. El fin de un amor puede ser devastador; duele en lo más profundo del ser, y las heridas pueden parecer interminables. El vacío que dejan es enorme, pero, con el tiempo, el dolor cede. Las heridas sanan, y aunque quede una marca en el corazón, el sufrimiento pierde fuerza, dejando lugar a los recuerdos de lo que fue. A veces, la nostalgia se convierte en una suave brisa que acaricia la memoria, recordándonos lo bello que fue haber amado.
De mis compañeros de colegio, no supe mucho después de la graduación. Escuché que tuvieron un hijo y que su relación perduró un tiempo más, pero, como suele pasar, los embates de la vida fueron más fuertes que su amor, y eventualmente, se alejaron.
Al final de todo, me gusta pensar que por más difícil que sea una despedida, por más que duela, tenemos la capacidad de salir adelante. Es cierto que, en su momento, el dolor parece insuperable, pero el tiempo, la vida misma, tiene una forma de curar. Un día gris no es eterno, y eventualmente, volvemos a experimentar ese buen amor. Aquel que nos roba una sonrisa en los momentos más inesperados, el que nos hace recordar que la vida sigue siendo bella, y que siempre habrá lugar en nuestro corazón para volver a sentir esa magia que nos hizo amar una vez más.
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