Aquellos lugares ahora viven en su memoria. El barrio donde sus miradas se cruzaron por primera vez, aquellas gradas, fueron testigo de algunos encuentros espontáneos; la carretera que, con cada kilómetro, los alejaba en cada despedida, y también los acercaba en cada reencuentro.
Aquella calle destapada donde le aguardaba con el corazón lleno de ansías, los bares llenos de conversaciones que se mezclaban con la música, y los terminales donde se encontraron y despidieron, dejando en el aire promesas de reencuentro.
Juntos a la brecha del camino, sin prisa, observando el mundo pasar; los senderos donde sus manos entrelazadas hablaban el idioma de lo eterno. Aquella sala de espera, donde aguardaban un turno mientras ella dormía y se recomponía, o las cabañas que exploraron juntos, creando refugios de amor.
La vista al lago en un día lluvioso, donde las gotas parecían danzar al compás de su complicidad, y el mirador desde el cual el atardecer pintó la ciudad con los colores de su amor. Las salas de cine donde, en la oscuridad, se dejaban envolver por historias ajenas mientras construíamos la suya.
Todos esos espacios, simples testigos de su amor, cobraron vida gracias a los dos. Antes, eran lugares comunes, insignificantes. Ahora, tienen un eterno resplandor, porque en ellos dos almas gemelas se encontraron, se reconocieron y crearon algo único, aunque fuera solo por un instante.
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