El paso del tiempo es implacable, y aunque ella ya no está, algo dentro de mí se niega a dejarla ir. El tiempo se lleva las personas, las voces, las caricias, pero no puede borrar lo que ya ha quedado grabado en la memoria. A veces siento que lo único que me queda son los recuerdos, pero el miedo al olvido me consume. Por eso, he decidido guardarlos, porque si dejo que el tiempo los borre, perderé parte de lo que más amé.
No quiero que su imagen se desvanezca con el paso de los años. No quiero que su risa se convierta en un eco lejano, que sus ojos se disuelvan en las sombras del tiempo. Así que comenzaré a esconder esos recuerdos en otros recuerdos, en aquellos que son tan primarios, tan esenciales, que el tiempo no podrá tocarlos. Esos recuerdos que nunca se borran, que forman la base misma de la vida: el olor a tierra mojada, el sonido de la lluvia golpeando el techo, el color del cielo al atardecer, el sabor de un primer beso. Esos recuerdos que todos, sin excepción, guardamos en lo más profundo, esos que el tiempo nunca logra arrancar.
En ese espacio, en ese refugio donde el olvido no puede llegar, guardaré algo de ella. Guardaré su sonrisa, esa que iluminaba cada rincón de mi vida; su mirada, que decía más que mil palabras; su ternura, que se deslizaba en cada gesto, en cada palabra; su amor, que fue la fuerza que me sostuvo incluso en los momentos de más oscuridad. Guardaré también sus complicidades, esos momentos que compartimos sin que nadie más los entendiera, esos grandes y también los pequeños secretos que nos unieron de una forma que el tiempo nunca podrá deshacer.
Así, mientras el tiempo sigue su curso, yo guardaré lo que de ella me queda, en los recuerdos que la vida me ha dado, sabiendo que estos, por su naturaleza, siempre permanecerán.
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