Fue curioso lo que me pasó ese martes en la tarde. Estaba sentado trabajando en mi laptop en ese moderno café donde suelo refugiarme, y de pronto, unas sillas más allá, llegó ella, jamás la había visto, pero en ese instante, eramos dos extraños que ya no eran tan extraños. Su rostro irradiaba una tierna inocencia, con un toque de juventud ligera. Llevaba puesto un vestido negro que resaltaba su figura y unos tenis blancos que redefinían su lozanía, pero lo que más llamó mi atención fue su mirada: penetrante y coqueta, de esas que te invitan a jugar sin palabras.
Lo supe desde el primer instante en que nuestras miradas se cruzaron. Fue como si, en ese breve segundo, se hubiera sellado un acuerdo tácito. Comenzamos un juego silencioso, ambos pretendiendo no darnos cuenta, pero cada vez que uno levantaba la vista, ahí estaba el otro, observando. No era necesario hablar; las sonrisas disimuladas que se escapaban al aire lo decían todo.
Fueron minutos en los que, a pesar de la distancia, sentí que estábamos conectados de alguna manera. Quería acercarme, acortar ese espacio que nos separaba. Pensé en pedir su teléfono, en arriesgarme y no dejar que ese encuentro quedara en la nada. Pero nunca me atreví.
Cuando se marchó, me regaló una última mirada, y con eso terminó ese momento mágico de encuentros visuales coquetos, que nunca fueron algo más. Solo quedaron en el recuerdo ideas vagas y lejanas y una pregunta eterna ¿Qué hubiese pasado si me hubiese arriesgado?
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