Te amo, lo sé, lo reconozco, eres mi grande amor. Desde el primer momento en que nuestras miradas se cruzaron, supe que mi vida había cambiado, que habías llegado para darle un sentido diferente a todo. Contigo he compartido alegrías inmensas, sueños y momentos que jamás podré olvidar. Sin embargo, hay algo que no puedo negar, algo que, aunque duela admitir, nos afecta profundamente: no me gusta en lo que nos convertimos cuando nos disgustamos.
Siento que, en esos momentos de tensión, cada uno se aferra a sus creencias, sean equivocadas o verdaderas. Son nuestras percepciones, nuestras verdades, pero a veces no tienen en cuenta lo que el otro está sintiendo o pensando. En medio de la discusión, perdemos de vista la razón por la que estamos juntos. Nos encerramos en una burbuja donde nuestras opiniones parecen ser la única realidad válida, y olvidamos que el otro también tiene algo que decir, algo que merece ser escuchado.
Nos aferramos a esas verdades propias, esas que creemos inamovibles, y en el proceso, nos hacemos daño. Deberíamos, en lugar de imponernos, buscar hablar con calma, encontrar un punto de concertación donde ambas voces sean escuchadas y respetadas. Pero en esos momentos de tensión, nos perdemos. Olvidamos que nuestra relación no debería ser una lucha de poderes, sino un lugar de comprensión, donde lo que importa es lo que construimos juntos, no quién tiene la razón.
Te amo, pero no puedo ignorar cómo esos momentos nos lastiman. Y a veces, cuando el dolor parece demasiado, cuando siento que lo que antes nos unía ahora nos separa, pienso que quizá lo mejor sería hacernos a un lado, seguir caminos diferentes antes de seguir hiriéndonos. Me duele solo pensarlo, porque no es lo que quiero, pero es una idea que surge cuando el dolor parece ser lo único que compartimos en esos momentos.
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