Solía creer que con darlo todo era suficiente, que el esfuerzo, la entrega y el sacrificio bastaban para alcanzar aquello que anhelaba. Creía que, si me vaciaba por completo en cada tarea, en cada gesto, en cada momento, la recompensa llegaría por sí sola. Estaba seguro de que mi dedicación sería un escudo contra la desilusión, de que el cansancio sería solo un paso antes de la satisfacción plena. Pero luego llegó el día en que lo di todo y no fue suficiente.
Fue un golpe inesperado, un choque que me hizo cuestionar no solo mis expectativas, sino también el sentido de lo que estaba haciendo. Me encontré frente a la realidad de que, a veces, no importa cuánto demos, cuánto amemos, cuánto queramos lograr algo… hay situaciones en las que el resultado no depende solo de nosotros. Había puesto cada gramo de mi energía, mi voluntad y mi corazón, y, aun así, no alcancé lo que tanto deseaba.
Aprendí que la entrega total no garantiza un final feliz, que la vida no siempre es justa, y que, aunque demos todo de nosotros, existen fuerzas fuera de nuestro control. Sin embargo, este aprendizaje no me dejó vacío; al contrario, me hizo más fuerte, más consciente. Me enseñó que darlo todo no siempre asegura el éxito, pero sí enriquece el alma, dejando en nosotros la satisfacción de saber que lo intentamos con el corazón, y que, aunque no alcanzamos el objetivo, fuimos fieles a nuestro compromiso y a nuestra pasión.
Ahora sé que darlo todo es valioso, pero que hay que saber cuándo detenerse y reconocer que no todo está en nuestras manos. Aprendí que, a veces, lo que importa no es solo el destino, sino el camino recorrido y la certeza de haberlo dado todo, aunque no haya sido suficiente.
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